Pica que no se borra. Conociendo a los Nukak Makú.
La memoria de esta risa tiene su telón de fondo: el goteo de la lluvia sobre las hojas de platanillo –que hoy al recordarlo sube y baja su volúmen de acuerdo con la nitidez con que lo evoco– los estornudos pausados que en la noche emitieron nuestros anfitriones, la canción de nostalgia que Dumas tocó en su flauta de hueso, la algarabía del retorno de los cazadores, el silencio total de la noche.
Era mi primera visita a la selva, nunca antes mis ojos se habían posado en un lugar tan lleno de color, un espacio narrado por la luz y sus movimientos, en el que el sol –gracias a los muchos y pequeños abismos al cielo que dejan las copas de los árboles– entró como un reflector y al detenerse sobre una hoja en particular llamó mi atención, haciendo que todas las gotas que la visitaban brillarán por un instante; hoy al recordarlo ese instante continua, y los muchos verdes –de esos días– se mezclan creando uno único en mi memoria.
También brilla en mi recuerdo el naranja del tapete que cubría el piso del campamento, lo formaban las hilachas de las semillas de la fruta llamada tarriago que ellos consumían todo el tiempo. Continua en mi memoria el café de su piel y me pierdo con facilidad en el recuerdo del negro en calma de sus miradas.
No recuerdo el sabor del tarriago, el de los huevos duros y verdes de la gallineta, ni del aua (mico), que cazaron y del que recibimos porciones generosas sobre hojas de platano, y que comimos sin desagrado. Recuerdo el gusto con el que ellos compartieron la crema dental Colgate que probaron, por algún error involuntario de nuestra parte.
Hoy me llena de vergüenza el haber canjeado el forro de mi cámara fotográfica por un collar de dientes de pecarí (jabalí), que me había sido encargado por una compañera de viaje, me excuso sin suerte en mi juventud. Al recordar lo fuera de lugar que se encontraba en su campamento una hamaca de San Jacinto –posible obsequio, o pago recibido por algún trabajo, de parte de un colono– espero que Mirima haya perdido el forro de mi cámara a los pocos días y que éste no se haya convertido en un elemento extraño y perjudicial, como lo son las camisetas que han recibido de los colonos y que son responsables, en parte, por su pulmonía y por algunas infecciones en la piel.
He escuchado decir que todo aquello que se vive con intensidad perdura, estas memorias hacen parte de los días que sin duda he vivido con mayor intensidad en mi vida, seguirán alimentando de imágenes, sonidos y voces mis sueños, como lo han hecho hasta hoy. Este encuentro tuvo lugar en la semana santa de 1993, yo era estudiante de Comunicación Social, tenía 22 años y era miembro de la Expedición Humana, proyecto de investigación multidisciplinario con el que la Universidad Javeriana conmemoraba el entonces llamado “encuentro de dos mundos”. Viajamos a las selvas del Departamento del Guaviare en busca de los indígenas Nukak-Makú –una de las últimas comunidades nómadas del mundo– seis miembros de la Expedición, los encontramos luego de dos días de seguir sus pasos en los relatos de los colonos de la región, gracias a la suerte que no había tenido un grupo similar que los buscó por dos semanas un año atrás.
En mi memoria persiste la alegría que sentí en esos días únicos en que tuve la fortuna de presenciar al hombre en armonía con la naturaleza. Hoy la magia de esos recuerdos se opaca por la desazón de saber que el bello mundo de los Nukak es frágil ante la mayor presencia de nosotros, seamos colonos, guerrilleros, o estudiantes; se que nos tomará muchos años, los que yo he necesitado, para entender en parte la belleza de los Nukak-Makú.