Mi morral se despereza
A mí me sucede lo mismo con el tono musical previo al anuncio de la salida de un vuelo en el aeropuerto; tono que ha entrado en desuso en muchos lugares del mundo por los avisos en colores de resaltador de las pantallas de cristal líquido, claro mucho más prácticas pero carentes de todo romanticismo. Pero el sentido que prima en mi ser es el visual, así, la imagen que desencadena todas las alarmas previas al viaje es la simple vista de mi viejo morral.
El viaje se inicia en el momento en que rescato a mi morral de su refugio al fondo de mi closet, y en los días previos a la partida, el morral empieza a aclimatarse, se despereza por días con su boca abierta, y poco a poco se va “llenando” de encargos (no importa el sitio siempre hay un encargo para el amigo de algún amigo) y luego de los pequeños tarros plásticos de película fotográfica, y de nuevos implementos de aseo. Al volver a casa en estos días previos el morral siempre me pregunta por el estado de los preparativos, no lo hace por que le preocupe que el viaje se “embolate”, pero si para divertirse un rato a costa mía, pues no comprende porque dejo contaminar la alegría de estos últimos días de cotidianidad con preocupaciones de última hora por los pequeños asuntos pendientes del trabajo y el estudio, asuntos que tiendo a sobredimensionar por los restos de una responsabilidad mal aprendida.
Aventuro aquí una pequeña definición personal del viaje. El viaje es la ausencia de cotidianidad.
Siempre he tenido “envidia” de la fortuna de mi morral: pues para apenas ser un niño (tiene 11 años) ha viajado mucho más que yo que lo triplico en edad. Desde su nacimiento mis amigos solicitan su compañía a destinos exóticos, así mi morral ha visitado las pirámides de Giza, se ha hospedado en el Hotel Nacional de Cuba, ha recorrido Europa al mejor estilo: en tren, y por poco se pierde (¿o se escapa?) en el aeropuerto de Tokyo.
La única condición que demando a mis amigos que lo llevan en sus viajes, es pedirles una fotografía del morral, en algún momento especial del viaje. Éstas imágenes son bienvenidas con un orgullo certero y son atesoradas en la gran galería que tengo de él, pues es uno de mis sujetos favoritos a fotografiar, le he hecho fotografías subiendo por la banda mecánica que lo lleva a abordar un vuelo internacional, abrazado con miedo a un burro que en sus vaivenes lo lleva por un sendero de montaña, mirando por la ventana de un DC-3 que cruza el océano amazónico, y girando en el carrusel metálico de un aeropuerto con nombre difícil de pronunciar.
La forma en que llevamos nuestras cosas al viajar, determina el carácter que el acto de viajar tiene para nosotros. Soy un viajero de morral. Viajar con morral permite hacer los recorridos con las manos libres, da la posibilidad de tocar el mundo, de interactuar con él, de experimentar, de mezclarse. Viajar en cambio con maletas, que son objetos duros y oscuros, que deben ser “arrastrados” por pasillos sin fin, limita de gran forma las posibilidades del viajero. La maleta se convierte con facilidad en un obstáculo, en un objeto molesto y tosco que recibe constantemente golpes con las esquinas de los edificios y los baúles de los taxis, y necesita de carros metálicos para llevarse, no está pensada para caminar. Una maleta no puede ser acomodada con facilidad y estoy seguro que los “maleteros” de los aeropuertos de todo el mundo siempre que ven pasar a los morrales, suspiran con añoranza al imaginar lo sencilla que podría ser la vida.
Los viajes ameritan la mejor compañía, alguien que sin importar que suceda siempre esté con uno, alguien que no cuestione lo que lleva consigo, lo soporte todo y en los momentos claves, los ascensos, las llegadas, las despedidas lo abrace a uno sin necesidad de pedirlo. Este compañero es mi morral.
Mi morral es rojo, tiene una capacidad de 80 litros, sus correas son grises y tiene cremallera y una tela de malla en la base que forma un gran bolsillo –como de canguro–, varillas de aluminio –que le dan estabilidad y pesan poco– y le permiten no perder su forma, aún cuando está vacío. Estas varillas también lo ayudan a ajustarse mejor a la espalda. Tiene dos grandes correas en la base y cuando está en el piso o sobre una silla parecen brazos listos a dar un abrazo. Mi morral fue creado para viajar y para recorrer los nuevos mundos de los que cada viaje es prólogo.
Un morral es símbolo de una forma de entender el acto de viajar, y de muchas formas determina el carácter del viaje. El morral es amigo de los aviones DC-3, que son las “flotas” de la Amazonía, es considerado como propio por las mulas de carga que recorren los caminos de piedra de los Andes, encaja perfecto en los jeep willys que transitan con calma los caminos rurales de América Latina, y tiene la forma adecuada para la proa de las grandes canoas que surcan los ríos que se vierten en el Amazonas. Es mirado con sospecha por los policías de los aeropuertos de tapete, y son la forma más segura de recibir una “bienvenida” especial al ingresar por un aeropuerto internacional a otro país. No hay que pasar por inmigración para encontrar esta resistencia fruto del desconocimiento, no son pocos los que consideran a los morrales un asunto de hippies, con todas las connnotaciones negativas que se le otorgan al hippismo.
El morral es también símbolo de un viajero particular. Es la forma de empacar predilecta de los viajeros. No lo usan los turistas, ellos prefieren las maletas con pequeñas ruedas y manija ajustable para “arrastrar” por aeropuertos en los que hace décadas no llega un DC-3. Para los turistas tener las manos libres no es un valor agregado, pues en realidad no están esperando darle la mano a otros turistas, y el ritmo de su viaje hace imperativo el pronto retorno. El turista siempre vuelve a su lugar de origen, y con frecuencia no viaja a los sitios que visita, y esto puede ser considerado un pecado, pues se “protege” del viaje llevando su mundo consigo.
En cambio el viajero que usa un morral, tiene la posibilidad, y esto es lo que llena de magia su viaje, de asombrarse y acabar perdiéndose en los lugares que recorre, al punto de no volver nunca a su lugar de origen. Hoy, al ver mi morral al lado de la cama, me alistó a prepararme para otro viaje: espero perderme en él.